sábado, 6 de septiembre de 2014

Recuerdo de una casa inhóspita

A veces la vida te da unos reveses que hasta miedo dan. Pero pasado el tiempo, por fortuna, la mayoría de estos sucesos se convierten en algo anecdótico curioso de recordar.

Y cuento esto porque se me vino a la mente cuando muchos años atrás alquilé una casa durante un mes en un pueblo perdido de Burgos para impartir un curso en otra localidad cercana.

Hay quien dice que ha conocido su propia muerte en vida, pues bien, yo he conocido dónde se encuentra el fin del mundo. Este lugar está apartado de toda civilización humana, pero fue lo único que encontré tras varios días de intensa búsqueda. Durante el rastreo parecía que Dios me había abandonado a mi suerte, quizás Él ni conocía la zona, y estuve durmiendo en hoteles, luego en hostales, después en pensiones y finalmente en mi coche bajo un puente. Todo directamente proporcional a mi grueso del fajo monetario.
Aquí está concentrada la esencia festiva del lugar

Como Dios aprieta pero no ahorca, encontré finalmente un caserío inhóspito que nada tenía que envidiar a los que se proyectan en las pelis de terror, superando en este caso con creces la realidad a la ficción.

Bueno, Él no me ahorcó, pero casi.

La casa era fantasmagórica y ancestral, pero debo reconocer que las que había alrededor aún eran más tormentosas. Al fin y al cabo, una casa sin nadie puede generar algo de miedo, pero habitada por moribundos puede ser letal para tu corazón. Y es que las casas colindantes estaban habitadas por contemporáneos de Matusalem. El más joven: unos 125 años. En la zona no había ni tiendas de ropa, ni supermercados, ni prensa, ni perros, ni niños, ni nada que pudiera darle una vidilla al hostil ambiente. La población que había, por tanto, iba desapareciendo de forma natural. Si salías una noche de "discoteca" con los habitantes del lugar, a la mañana siguiente tenías que asistir también al velatorio.

El piso era húmedo, muy húmedo, lo suficiente como para vestirse con un pijama de neopreno con escafandra. El gélido frío de toda la provincia venía en parte de los vientos de Rusia, según aseguraba el meteorólogo de las noticias, y en parte de mi piso cuando abría las ventanas. Eso no lo sabía el meteorólogo (tantos estudios para eso).

La temperatura normal era de 14 grados bajo cero. Cuando encendía la calefacción con suerte alcanzaba los 5 grados bajo cero. Hiciera lo que hiciera, todo permanecía fielmente bajo cero. Cuando abría el armario dudaba si encontraría mi ropa o el pescado congelado. Obviamente, el frigorífico funcionaba sin necesidad de estar conectado.

Tenía una habitación sobrante que la adapté para los invitados. Un día vino un amigo para quedarse una semana. Se marchó al día siguiente de su llegada y no volvió a llamarme en toda su vida.

El agua del grifo salía en forma de tropezones de hielo. Siendo positivos, para hacer cócteles y granadinas fue ideal.

Y el cuarto de baño... las dimensiones del mismo no pudieron diseñarla más diminutas. El arquitecto debió estar muy enfadado ese día porque no le salió nada bueno. O bien venía de pitufilandia. Decidí llamar al libro Guinnes de los Records porque pensé que no existía un habitáculo más pequeño que ese en el mundo. Vino el auditor acompañado por la policía, y me puso una multa por vivir en un lugar tan ajustado.

El peor momento era a la hora de ir al wáter: los pies los ponías sobre la bañera, los brazos encogértelos para no darte contra el toallero, y la cabeza ladeada para no darte contra la esquina del lavabo. Lo siento por ser mal hablado, pero la única parte del cuerpo que encajaba en su sitio era tu culo en el agujero del wáter, porque el resto quedaba desperdigado.

Y la cama: sin pretensiones de considerarse un mobiliario de diseño, el colchón de la cama hacía curva en el centro, como las hamacas pero sin llegar a esa categoría "superior". De modo que tumbado hacia arriba cogías la forma de una U, propiciando que mi cabeza y mis pies se vieran todas las mañanas. Continuando con mi optimismo, esa postura me facilitaba cortarme las uñas de los dedos de los pies. Ya no le encontré más utilidades.

Y por supuesto, tumbarse boca abajo era imposible, la articulación humana no te permite esa postura: a Dios no se le ocurrió crear espaldas tan flexibles hacia atrás. Claro, eso es porque Él nunca durmió en esa cama.

¡Qué cosas vivimos a veces!